EL DIARIO SECRETO DE FILARCO DE ALEJANDRÍA




DÍA I.  ALEJANDRÍA

PÁGINA  I

Parto a mi destino. Apenas los remeros han comenzado a sacar la nave del puerto y ya te extraño, Alejandría. ¡Qué dulce y serena te quedas entre las brumas del alba!. Nadie diría que dentro de poco Febo Apolo derramará con exceso sus dones y la excitación y el ruido brotarán en tus calles un día más.

Yo, Filarco, hijo de Demetrio, nacido en la ciudad de Náucratis, parto hoy para Roma por orden de mi maestro, Areios de Alejandría, filósofo, maestro y amigo del primero entre los romanos, aquél al que llaman Augusto. Comienzo en este momento, sentado en la popa del navío, el diario de un viaje que tal vez dure varios años. Me he prometido a mi mismo, Alejandría, no olvidarte y por eso lo comienzo mirándote por última vez, para que estas líneas aviven tu recuerdo como el perfume trae la ilusión de la presencia de la amada.

Pero déjame, Alejandría, mirarte una vez más. Quiero retener en mi memoria la imagen que mis ojos, tal vez, no vuelvan a ver:
los palacios alineados unos al lado de los otros, más griegos que egipcios, cuyas fachadas de mármol blanco obligan al transeúnte a bajar la vista en una ofrenda al mayor de los dioses, quien juega a ser un niño ocultándose entre las soberbias columnatas o las estatuas.

Allá, a mi izquierda, se levanta el templo de la madre egipcia Isis y a sus pies el pequeño puerto cerrado en la lengua de tierra para los barcos reales. El teatro de Dioniso y después el Mercado que tantas veces he recorrido con placer para comprar cualquier producto venido del rincón más lejano del mundo.

Sí, mi adorada Alejandría, dama blanca que se recuesta indolente entre la espuma del mar y las dulces aguas del lago; ¿acaso no habré de extrañar tus vinos y tus frutos jugosos cuando viva entre los bárbaros?

Mirando al frente intuyo la silueta de la Biblioteca. De mis ojos se escapan dos furtivas lágrimas en su honor. Pero a ella podré tenerla más presente, adorable lugar de lectura y recogimiento, pues en mi bagaje se encuentran muchas copias de las obras que me llevo a Roma para depositarlas en las salas de Columnas que ha mandado construir Augusto con el fin de civilizar a un pueblo que pretende civilizar a los demás. ¡Qué tremenda ironía!.

Poco a poco te alejas Alejandría; aunque sea yo el que parte, eres tú quien me abandona. Veo ahora a mi derecha el templo de Poseidón que comienza a iluminarse y los depósitos de mercancías que se unen con el Heptastadium, el dique que llega hasta la isla de Faros.

Sé que fue Dimócrates, de la escuela de Hippodamus, quien trazó el plano de la ciudad por orden de Alejandro el Grande, del que lleva su nombre. Muchas Alejandrías se fundaron en esa época de conquistas, pero ninguna como tú con tus grandes avenidas que se cruzan en un punto, con el canal que te atraviesa completamente y pone en comunicación el puerto con el gran lago, al sur, y desde allí se reparte en una red de canales hasta el Nilo.

Por este sistema te llegan productos de los países más exóticos: África, Arabia, la India y China. Marfiles, especias, frutas, piedras preciosas y lo mejor para mí, los vinos, ya que soy un fiel seguidor de algunas de las enseñanzas de Dionisos.

                                                                               
       La Biblioteca   
      

Fue mi maestro quien me habló del gran prodigio que guió a Alejandro a elegir este lugar, el que sería su tumba al cumplir los treinta y tres años. Él se dio cuenta de que Egipto necesitaba una ciudad que tuviera un puerto abierto al exterior. Después de recorrer toda la costa buscando un emplazamiento adecuado todavía no tenía decidido cuál de ellos era el mejor. Esa misma noche tuvo un sueño en el que se le apareció Homero indicándole el lugar a través de unos versos de la Odisea. Pero si la presencia del gran poeta es ya un enorme prodigio los hechos ocurridos durante su fundación lo son todavía más: 
cuando se estaba delimitando el perímetro de lo que sería la ciudad con arena se dieron cuenta de que no había suficiente y decidieron seguir marcándola con harina de cebada. Entonces bandadas de pájaros llegaron de todas partes y se pusieron a comer, lo que interpretaron los augures como que en muy poco espacio de tiempo la ciudad sería próspera y alimentaría al mundo entero.

Así ha sido; tu padre el Nilo, con cíclica abundancia, derrocha los limos en sus riberas y gracias a uno de los pueblos más laboriosos, el egipcio, crecen los trigales y toda clase de bienes que después llegan a tus puertos. Muchas gentes se alimentan de estas riquezas.  Nunca ha dejado de asombrarme desde que era un niño la variedad de las gentes que habitan tus calles, especialmente en los muelles, donde trabajan juntos egipcios, griegos, armenios, persas, árabes, sirios y nubios entre otras clases de personas como los que habitan en las cavernas de la costa del mar arábigo.

Por mucho que Augusto haya decorado Roma, no creo que pueda igualar a Alejandría. Ella sola y no su  ínclita faraona conquistó primero a César y luego a Marco Antonio, aunque ese carámbano enfermizo llamado Octavio que vino depués no pudo entenderla y la dominó.

¡Oh, Alejandría, hasta la media luna que forma tu puerto evoca a todas las diosas madre de la Tierra, tú que serás algún día la madre nutricia de uno de los mayores imperios. Pero, ahora, déjame que te admire en silencio. Prometo que seguiré hablando de ti más tarde en estas mismas páginas.


Alejandría







DÍA II.  MUERTE DE ANTONIO


PÁGINA  II


La humedad de la mañana penetra en los huesos. Debo envolverme con la clámide, pues el tiempo no pasa en vano ni siquiera para los que habitan el Olimpo. ¡Ah, qué días aquellos de la niñez, cuando nos pasábamos horas nadando y pescando entre los cañaverales! 
Pero Mnemósine canta de nuevo en mi interior al pasar cerca del promontorio del Faro, allí donde Antonio se mandó construir una casita,  en la lengua de tierra que se interna en el mar por la parte de oriente, después de la derrota de Accio. Más o menos en frente de donde ahora estamos.
¡Cómo no recordar aquellos días en que toda la ciudad andaba inquieta porque las tropas de Octavio estaban cerca y creíase un inminente desastre!
No obstante, Antonio había decidido vivir apartado del mundo y alejarse de todos sus amigos, pues ya no confiaba en nadie. Y no le faltaba razón; hasta los amigos más fieles se pasaban al bando de su enemigo y no le quedaba otro apoyo que el de su adorada reina. 
Se refería a aquella casita con el nombre de Timoneion en honor de Timón, un filósofo escéptico que vivó en Atenas por el tiempo de la guerra del Peloponeso, el cual sentía una gran aversión por todos los hombres.
Hasta aquí diré que hablo en mi nombre, pero lo que voy a narrar a partir de ahora no es obra mía, sino que me lo contó un desertor, que se había unido a Octavio y lo sabía de primera mano, después de sobornarle con varias jarras de buen vino. 

Antonio, me dijo, sentía ya un gran cansancio de la vida y se había obrado en él una gran transformación moral. Se veía humillado por todos los triunfos de Octavio y comenzaba a perder la facultad de pensar con claridad. En estas circunstancias todavía los dioses le mandaron una prueba mayor cuando se presentó Herodes en Alejandría para proponerle un plan que podría salvar su vida a costa de la reina. Herodes quería aprovechar la ocasión para unirse a Octavio llevando el cadáver de Cleopatra.  Antonio, por supuesto, no aceptó. 
¿Acaso la historia lo habría juzgado mejor, si hubiera aceptado? 
Pero, ocurrió, entonces, un hecho singular, pues esta circunstancia - quién puede creerlo - le decidió a salir de su aislamiento y, arrastrado por Cleopatra, volvió a los banquetes, la bebida y la distribución de donativos. 
Tal vez la reina quería aparentar entre la población que todavía tenían el dominio frente a Octavio, aunque en la intimidad empezaban a prepararse para el desastre, pues Cleopatra comenzó a experimentar con venenos haciéndolos tomar a condenados. 
De esta manera descubrió que los más rápidos producían espantosas torturas, mientras que los más suaves ocasionaban una muerte lenta y que, de entre todos sólo la picadura del áspid producía un sopor dulce y una especie de desmayo.
Quién sabe cuáles eran los  verdaderos planes de Cleopatra, me contaba aquel desertor volviendo a llenar su copa, un Ptolomeo jamás abandona su reino y seguramente Cleopatra estaba pensando en la manera de traicionar a Antonio, pues Octavio lo quería muerto, para que Egipto no cayera en sus manos.  
Pero la Fortuna ya les había abandonado y Apolo estaba de parte del vencedor de Accio. Por más que intentaron una y otra vez negociar por separado con él, hasta el punto de llegar a sospechar entre ellos, el frio y calculador joven romano no atendió ninguna de sus peticiones, eso sí, se quedó con todos los sobornos que le hicieron llegar. 
Antonio, en estas tierras apartadas, perdió toda esperanza, cuando vio que todas sus tropas se pasaban al enemigo y que estaba finalmente solo; Cleopatra, por otra parte, temiendo la furia de Antonio tomó una decisión a la desesperada: encerrarse en el mausoleo que se estaba construyendo y donde había guardado todos sus tesoros rodeados de estopa y madera (para quemarlos si llegaba el caso) y dejar correr la voz de que se había matado
Antonio que se encontraba sin fuerzas y abandonado, cuando oyó la noticia de que la reina había muerto, dicen que pronunció estas palabras:  
 “¡Oh Cleopatra!, no me duele el verme privado de ti, porque ahora mismo vamos a juntarnos, sino el que, habiendo sido tan acreditado capitán, me haya excedido en valor una mujer(1) y en ese momento alargó la espada a su esclavo Eros y le dio la orden de que lo matara, pero su esclavo la hundió en su propio corazón y cayó muerto a sus pies. Entonces, Antonio, sacando la espada del cuerpo sin vida, la apoyó en su vientre y se dejó caer encima de ella. Pero los dioses habían decidido otro final para él y aunque gritaba entre horribles dolores que lo mataran, por el contrario, supo que su amada todavía vivía.
Una esperanza le dio renovadas fuerzas a pesar de que se estaba desangrando y quiso ver a la reina por última vez. Unos esclavos lo llevaron en brazos hasta las puertas del mausoleo donde Cleopatra estaba encerrada con otras dos mujeres, pero ella no consintió en abrir, no obstante, como su futura tumba no se había terminado de construir tenía en el piso superior una serie de ventanas y cuerdas.
Ataron, pues, a Marco Antonio con ellas y tirando las mujeres desde dentro como pudieron subieron al herido totalmente ensangrentado hasta el piso superior para morir en los brazos de Cleopatra(2) Al día siguiente, un enviado de Octavio logró entrar por el mismo lugar que había entrado Antonio y la reina tuvo que salir de su encierro. Augusto se apropió del tesoro escondido y a Marco Antonio se le dio sepultura. La reina enfermó de dolor, pero todavía quiso negociar. Finalmente se sucidó, aunque no sepamos exactamente cómo lo hizo.
Esto es lo que me contó aquel desertor y yo así lo creo, pues dicen que el vino desata la lengua  y aquel hombre terminó bastante borracho. Ahora me tumbaré y dormiré un rato mientras oigo el rítmico batir de los remos abriéndose camino hacia alta mar.
 

 (1) Plutarco, Antonio, LXXVI
(2)  1 de agosto del 30 a.C.




DÍA III.  OVIDIO


PÁGINA  III


Hemos salido a alta mar. El día está claro y el viento es favorable. Poco a poco la isla de Faros se va difuminando en la lejanía, pero no así mi añoranza y mis recuerdos. No puedo dejar de escribir, aunque el balanceo de la nave distorsione las palabras y el viento arrastre la tinta como si dibujara las letras con mis propias lágrimas. Pero, no. Ya no más. Yo no voy a titular mi diario Tristes como hizo Ovidio cuando se dirigió al exilio. A partir de ahora evocaré el pasado con la alegría de lo vivido y el presente con la ilusión que conlleva lo que está por descubrir. Canto, pues, a las musas, aunque mis sienes no luzcan la corona de hiedra ni la de encina, para que sólo broten de mis labios palabras animadas.
No obstante, habré de conducirme con prudencia, pues Ovidio, uno de los mayores poetas que ha dado la historia, cantó al Amor con tan tierna desmesura que Augusto lo condenó para siempre a las frías tierras de los getas. ¡Ya no se puede cantar al amor en estos días de paz prolongada! La paz del Príncipe ha puesto grilletes a la poesía.
Sabiendo esto, no he de caer yo en la misma trampa. Por esta razón mi diario deberá permanecer secreto en cuanto pise los confines ausonios (Italia).
¡Oh, dioses! ¡Qué hay de malo en el amor, si se ama con prudencia y respeto! Ovidio amó a la vida por encima de todas las mujeres (excepto,  tal vez, de su tercera esposa) y ese canto lo elevó a la categoría de arte:  "Arte citae veloque rates remoque moventur, Arte leves currus: arte regendus amor."(1)
Publius Ovidius Naso
















("El arte impulsa con las velas y el remo las ligeras naves, el arte guía los veloces carros, y el amor se debe regir por el arte." )
La Fortuna me ha negado la presencia de Ovidio en Roma, yo que soy uno de sus más entusiastas lectores, pero todavía me queda la esperanza de que su mujer y algún amigo fiel que no le han acompañado me hablen de sus poemas. ¿Encontraré en Roma sabios tan relevantes como los que habitaron y habitan todavía el Museion de Alejandría?
Roma ha dado grandes hombres, pero la mayoría pertenecen a una generación pasada y ya no están entre nosotros, recordaré solamente en estas líneas a Virgilio, Horacio, Tíbulo, Propercio y Vitruvio. Expulsado Ovidio a los confines del Ponto, tan sólo queda Tito Livio en la capital.
Quisiera plasmar aquí el resumen de su Elegía Autobiográfica(2) para que no se olviden las circunstancias de su obra:
Publio Ovidio Nasón amó la vida tanto como ahora la llora, aunque nació en uno de los tiempos más revueltos, pues no hacía más de un año del asesinato del gran Julio César. Su familia tuvo más suerte que la de Virgilio y Propercio y no sufrió tanto los desastres de la guerra; pertenecía al orden ecuestre, antiguos latifundistas con una buena situación económica.
Para cuando llegó a mocito, Augusto  ya había ganado todas las batallas y su padre decidió enviarlo junto con su hermano, un año exacto mayor que él (celebraban el cumpleaños el mismo día haciendo ofrenda de dos pasteles), a completar su formación en Roma. Él mismo en el Libro IV de sus Tristes cuenta que a diferencia de su hermano se sentía atraído por los misterios celestes contra la voluntad de su padre, que le recordaba constantemente que incluso Homero murió pobre.
Quiso durante unos años obedecerle y vistió la púrpura con laticlavo de los jóvenes que seguían la carrera política, fue uno de los triunviros encargados de la vigilancia de los prisioneros y otros asuntos judiciales, pero cuando estaba cerca de entrar en el Senado decidió dejarlo todo y dedicarse exclusivamente a la poesía, porque, según cuenta, todo lo que intentaba escribir le salía en verso.
¡Ovidio, sin duda, ha nacido con el don de la poesía!
La muerte de su hermano mayor a los veinte años le convirtió, ¡oh, destino!, en el único heredero de la fortuna familiar y, a partir de entonces, cultivó la amistad de los poetas de su época, todos mayores que él, como Propercio, despreciando la ambición de los cargos políticos.
Tal vez aprendió de ellos que el amor se acaba y la belleza se desvanece, pero la poesía, por el contrario, permanece en el tiempo.
Ingresó en el círculo literario que patrocinaba Mesala Corvino, en el que participaban también Tíbulo y la poetisa Sulpicia, un tanto distanciados de la moral impuesta por el Príncipe. Frecuentó los recitales poéticos que daba Horacio con la lira y se sintió cautivado con sus cultos poemas, e incluso llegó a conocer a Virgilio. Así, alentado por el ambiente poético de los mejores, comenzó a escribir y a leer en público sus poemas. Es cierto que todavía se sentía inseguro y muchos de ellos fueron arrojados al fuego, pero los dioses ya le habían elegido.
Se casó tres veces, la primera esposa se la había impuesto su padre cuando era muy joven y tardó poco en divorciarse; la segunda fue mejor que la anterior y tuvo una hija con ella, pero tampoco duró mucho; Fabia, la última, era la más querida, aunque no fue al exilio con Ovidio para poder interceder por él en Roma y cuidar de su patrimonio.
En lo mejor de su vida, a sus 52 años, cuando lo tenía todo, un inocente error, según dice, le llevó al destierro y todavía los hados fueron favorables, pues pudo conservar la ciudadanía y los bienes.
Ahora llora su destino con lágrimas amargas y no tiene otra compañera que la Musa que le inspira las elegías más tristes destinadas a ablandar un corazón de granito. Si está en mi mano influir de algún modo, aunque sólo sea que la posteridad no olvide a uno de los mejores poetas de todos los tiempos, pongo a disposición estas humildes páginas de otro relegado. Sus obras están al alcance de todos.




(1) ARTIS AMATORIAE, L. I, 3
(2) TRISTES, L.IV






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